No recuerdo si fue poco antes o poco después de que el PSOE ganara con
tan amplia mayoría las elecciones generales de 1982 cuando Felipe González dijo
algo así como que España necesitaba un repaso
(creo que fue esa la expresión) de veinticinco años de socialismo. Claro está,
y así pienso que lo entendería todo el mundo en su momento, que con ese término,
socialismo, lo que realmente se quería
decir era socialdemocracia. Y ya nos
habríamos conformado con eso, con una socialdemocracia a la nórdica, aunque
hubiera de ser a la reducida escala, desde luego, de nuestras modestas
posibilidades. Algunos, incluso, renunciando a sueños que la realidad había
transformado en pesadillas, hasta nos habríamos dado, como suele decirse, con
un canto en los dientes.
Pero el repaso (¿acaso llegó a
serlo?) no duró veinticinco años, ni veinte, ni quince. Con apenas trece años y
unos pocos meses llegó el PP y volvió a poner las cosas en su sitio; es decir, en
el de ellos; o sea, en el de siempre. Aunque, reconózcase por mucho que duela, el
Señor ya tenía parte del camino preparado por el Bautista (véase si no un
magistral artículo de Manuel Vicent, Petirrojos,
de 1997, el cual nunca me cansaré de citar: http://elpais.com/diario/1997/08/24/ultima/872373601_850215.html).
Eso que ahora llamamos los mercados
(o lo que en expresión muy corriente en los años de nuestra Transición —el
término, con mayúscula, ya forma parte de la Historia, también con mayúscula— podríamos
denominar poderes fácticos, aunque de
ámbito mundial en este caso) ya dieron un serio aviso a François Mitterrand
cuando en 1981, al estrenarse como presidente de la República Francesa, trató
de ser —o al menos de parecer— socialista. (Léase de nuevo socialdemócrata, pues cuando se trata de ser socialista de verdad
acuden en tropel los poderes fácticos mundiales con el cuchillo en los dientes y
hacen lo que hicieron en Chile con el pobre Salvador Allende en 1973.)
Algo de miedo del gato escaldado al agua fría debió de haber (cuando las
barbas de tu vecino francés veas pelar...), pues al llegar al gobierno en 1982
las políticas económicas del PSOE procuraron desde el primer momento no enfadar
a los poderes fácticos, ni a los de aquende ni a los de allende el océano. Eran
los tiempos de la contrarrevolución conservadora de Margaret Tatcher y Ronald
Reagan (¡Dios, qué buenos vasallos!), los duros años que culminaron en el
llamado Consenso de Washington y, no hay que olvidarlo, en la fase final y
decisiva de la Guerra Fría. Es innegable que se hizo lo que se pudo: educación
y sanidad públicas, pensiones, infraestructuras... Pero también —tal vez porque
no había más remedio— se hicieron cosas que quizá debería haberse intentado con
algo más de empeño evitar tener que hacerlas: enseñanza concertada, renuncia a
denunciar el Concordato con la Santa Sede, autorización de las empresas de
trabajo temporal y de los primeros contratos basura, reconversión industrial
(que, tal como se hizo, fue en realidad un principio de desmantelamiento
industrial), inicio de las privatizaciones de empresas nacionalizadas, fusión
de la banca pública en una sola cabeza (tal vez, como Calígula con Roma, para
poder cortarla —léase privatizarla—
cuando conviniera, como así terminó sucediendo)...
Cien años de honradez.
¿Recordamos aquel famoso eslogan electoral del PSOE? Pues —That is the question— ése es el problema: que la honradez al
parecer sólo les duró cien años. Ése es el verdadero problema, más que todos
los factores geopolíticos que hayan podido condicionar su ejercicio del poder.
Eso es lo que ocasionó que el repaso
de veinticinco años de socialismo que según Felipe González necesitaba España
ni fuera realmente tal repaso ni durase los necesarios veinticinco años.
Al principio, como en el Génesis,
ya estuvo aquello tan turbio y tan oscuro de ni Flick ni Flock. Y en 1987, después de haber sido ganadas por segunda vez las elecciones generales, hubo
una alusión en la prensa (por lo pasajera y superficial que fue no hay que
descartar que se tratara de una insidia o que, no siéndolo, se echara
rápidamente tierra encima) a un supuesto tráfico de influencias del ya
fallecido José María (Txiki) Benegas
con unos amigos suyos, propietarios de un negocio de discotecas en Ibiza. Pero
lo que después vino ya no fue pasajero ni superficial, ya no fueron posibles insidias:
desde el simbólico, por inaugural, despacho de Juan Guerra hasta la
financiación irregular con el caso Filesa,
pasando por el rocambolesco episodio de Luis Roldán (y no se olvide, aunque no
perteneciera estrictamente a la esfera económica, el tristísimo asunto de los
GAL). Y la estruendosa quiebra de PSV, la cooperativa de viviendas de UGT, el
sindicato hermano. Y la gente guapa.
Y Carlos Solchaga —ministro de economía y Hacienda— presumiendo de lo fácil que
por entonces era hacerse rico en España...
Se ha acusado a Julio Anguita, con aquello de la pinza y del sorpasso, de haber favorecido la llegada
del PP al poder en las elecciones de 1996. Tal vez. Pero no se olvide que en
1993, cuando Felipe González ganó por los pelos, ya sin mayoría absoluta, sus
últimas elecciones (159 escaños) y dijo más o menos que había recibido el mensaje —algo que no podía entenderse de otra
forma como que había que girar a la izquierda—, pudiendo haber pactado con
Izquierda Unida (18 escaños) lo hizo en cambio con el partido (17 escaños) de —sí,
no nos asombremos retrospectivamente— Jordi Pujol.
Así pues, de aquellos polvos vinieron estos lodos y aquellos vientos trajeron
estas tempestades. Y el PP, con toda la mierda que lleva encima, permitiéndose
el lujo de decir y tú más. Pero es
que resulta (ahí está todavía abierta la herida de los ERE andaluces) que aun
no teniendo razón, porque la derecha nunca la ha tenido y jamás la tendrá,
resulta, decía, que no faltan del todo a la verdad —aunque sea por una sola
vez— y no dejan de estar en lo cierto.
En resumen, que será muy difícil, si no imposible, por mucho mea culpa que entonen, creer cualquier
propósito de renovación o regeneración o refundación (o como diablos o demonios
quieran llamarlo) del PSOE mientras —freudianamente, por supuesto— no maten de
verdad al padre.
Pero ¿quién va a matar al padre, si perro no come perro? ¿Quién va a
ponerle el cascabel al gato si todos son gatos?
Y, además, parece que al padre no hay quien pueda matarlo. Siempre se las
arregla para resucitar. Siempre se las arregla para seguir vivito y coleando.
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