lunes, 9 de noviembre de 2015

Matar al padre

No recuerdo si fue poco antes o poco después de que el PSOE ganara con tan amplia mayoría las elecciones generales de 1982 cuando Felipe González dijo algo así como que España necesitaba un repaso (creo que fue esa la expresión) de veinticinco años de socialismo. Claro está, y así pienso que lo entendería todo el mundo en su momento, que con ese término, socialismo, lo que realmente se quería decir era socialdemocracia. Y ya nos habríamos conformado con eso, con una socialdemocracia a la nórdica, aunque hubiera de ser a la reducida escala, desde luego, de nuestras modestas posibilidades. Algunos, incluso, renunciando a sueños que la realidad había transformado en pesadillas, hasta nos habríamos dado, como suele decirse, con un canto en los dientes.
Pero el repaso (¿acaso llegó a serlo?) no duró veinticinco años, ni veinte, ni quince. Con apenas trece años y unos pocos meses llegó el PP y volvió a poner las cosas en su sitio; es decir, en el de ellos; o sea, en el de siempre. Aunque, reconózcase por mucho que duela, el Señor ya tenía parte del camino preparado por el Bautista (véase si no un magistral artículo de Manuel Vicent, Petirrojos, de 1997, el cual nunca me cansaré de citar: http://elpais.com/diario/1997/08/24/ultima/872373601_850215.html).
Eso que ahora llamamos los mercados (o lo que en expresión muy corriente en los años de nuestra Transición —el término, con mayúscula, ya forma parte de la Historia, también con mayúscula— podríamos denominar poderes fácticos, aunque de ámbito mundial en este caso) ya dieron un serio aviso a François Mitterrand cuando en 1981, al estrenarse como presidente de la República Francesa, trató de ser —o al menos de parecer— socialista. (Léase de nuevo socialdemócrata, pues cuando se trata de ser socialista de verdad acuden en tropel los poderes fácticos mundiales con el cuchillo en los dientes y hacen lo que hicieron en Chile con el pobre Salvador Allende en 1973.)
Algo de miedo del gato escaldado al agua fría debió de haber (cuando las barbas de tu vecino francés veas pelar...), pues al llegar al gobierno en 1982 las políticas económicas del PSOE procuraron desde el primer momento no enfadar a los poderes fácticos, ni a los de aquende ni a los de allende el océano. Eran los tiempos de la contrarrevolución conservadora de Margaret Tatcher y Ronald Reagan (¡Dios, qué buenos vasallos!), los duros años que culminaron en el llamado Consenso de Washington y, no hay que olvidarlo, en la fase final y decisiva de la Guerra Fría. Es innegable que se hizo lo que se pudo: educación y sanidad públicas, pensiones, infraestructuras... Pero también —tal vez porque no había más remedio— se hicieron cosas que quizá debería haberse intentado con algo más de empeño evitar tener que hacerlas: enseñanza concertada, renuncia a denunciar el Concordato con la Santa Sede, autorización de las empresas de trabajo temporal y de los primeros contratos basura, reconversión industrial (que, tal como se hizo, fue en realidad un principio de desmantelamiento industrial), inicio de las privatizaciones de empresas nacionalizadas, fusión de la banca pública en una sola cabeza (tal vez, como Calígula con Roma, para poder cortarla —léase privatizarla— cuando conviniera, como así terminó sucediendo)...
Cien años de honradez. ¿Recordamos aquel famoso eslogan electoral del PSOE? Pues —That is the question— ése es el problema: que la honradez al parecer sólo les duró cien años. Ése es el verdadero problema, más que todos los factores geopolíticos que hayan podido condicionar su ejercicio del poder. Eso es lo que ocasionó que el repaso de veinticinco años de socialismo que según Felipe González necesitaba España ni fuera realmente tal repaso ni durase los necesarios veinticinco años.
Al principio, como en el Génesis, ya estuvo aquello tan turbio y tan oscuro de ni Flick ni Flock. Y en 1987, después de haber sido ganadas por segunda vez las elecciones generales, hubo una alusión en la prensa (por lo pasajera y superficial que fue no hay que descartar que se tratara de una insidia o que, no siéndolo, se echara rápidamente tierra encima) a un supuesto tráfico de influencias del ya fallecido José María (Txiki) Benegas con unos amigos suyos, propietarios de un negocio de discotecas en Ibiza. Pero lo que después vino ya no fue pasajero ni superficial, ya no fueron posibles insidias: desde el simbólico, por inaugural, despacho de Juan Guerra hasta la financiación irregular con el caso Filesa, pasando por el rocambolesco episodio de Luis Roldán (y no se olvide, aunque no perteneciera estrictamente a la esfera económica, el tristísimo asunto de los GAL). Y la estruendosa quiebra de PSV, la cooperativa de viviendas de UGT, el sindicato hermano. Y la gente guapa. Y Carlos Solchaga —ministro de economía y Hacienda— presumiendo de lo fácil que por entonces era hacerse rico en España...
Se ha acusado a Julio Anguita, con aquello de la pinza y del sorpasso, de haber favorecido la llegada del PP al poder en las elecciones de 1996. Tal vez. Pero no se olvide que en 1993, cuando Felipe González ganó por los pelos, ya sin mayoría absoluta, sus últimas elecciones (159 escaños) y dijo más o menos que había recibido el mensaje —algo que no podía entenderse de otra forma como que había que girar a la izquierda—, pudiendo haber pactado con Izquierda Unida (18 escaños) lo hizo en cambio con el partido (17 escaños) de —sí, no nos asombremos retrospectivamente— Jordi Pujol.
Así pues, de aquellos polvos vinieron estos lodos y aquellos vientos trajeron estas tempestades. Y el PP, con toda la mierda que lleva encima, permitiéndose el lujo de decir y tú más. Pero es que resulta (ahí está todavía abierta la herida de los ERE andaluces) que aun no teniendo razón, porque la derecha nunca la ha tenido y jamás la tendrá, resulta, decía, que no faltan del todo a la verdad —aunque sea por una sola vez— y no dejan de estar en lo cierto.
En resumen, que será muy difícil, si no imposible, por mucho mea culpa que entonen, creer cualquier propósito de renovación o regeneración o refundación (o como diablos o demonios quieran llamarlo) del PSOE mientras —freudianamente, por supuesto— no maten de verdad al padre.
Pero ¿quién va a matar al padre, si perro no come perro? ¿Quién va a ponerle el cascabel al gato si todos son gatos?

Y, además, parece que al padre no hay quien pueda matarlo. Siempre se las arregla para resucitar. Siempre se las arregla para seguir vivito y coleando.

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