Hace unos meses, el 24 de septiembre de 2015 para ser exacto, me despedí
de un grupo —les hago el favor del adjetivo— literario (pero no me resisto a la tentación de las cursivas) al
que pertenecí fugazmente. Y me despedí con estas palabras: “Aprovecho para despedirme de vosotros, al menos por una buena
temporada. A mi edad (66 años y mucho pico) las energías ya no abundan, y
necesito economizarlas y concentrarlas en un proyecto (un libro de cuentos
largos y tal vez una novela) que a buen seguro precisará de todas ellas. Así
pues, muchas gracias a todos por la atención que habéis prestado a mis textos y
hasta la vuelta.”
No mentía. Lo del proyecto era y sigue siendo cierto. Pero tampoco decía
toda la verdad. Mi amigo Tonto el que lo escribe tiene una norma de conducta
que siempre me ha parecido sabia y acertada. Se resume en esta máxima: “Prefiero no decir lo que pienso a decir lo
que no pienso.” Preferí, entonces, a
pesar de Quevedo (“¿Nunca se ha de decir
lo que se siente?”), no manifestar (aunque ya lo había insinuado en
ocasiones; bien con expresivos comentarios críticos, bien con los a veces mucho
más expresivos silencios) el motivo principal de mi abandono del grupo: su
mediocridad, cuando no indigencia, literaria.
Todo el mundo, por supuesto —y yo, como podría decir Fernando VII, el
primero—, tiene derecho a marchar francamente por la senda de la mediocridad
literaria. Pero lo que ya es más discutible es el derecho a regodearse con esa
mediocridad —cuando no indigencia, repito—, a complacerse en ella, a convertir
esos grupitos supuestamente literarios en un club de elogios mutuos, un club
donde lees para que te lean, donde alabas para que te alaben, donde mientes
para que te mientan.
Pero ahora, con esta despedida, y ahí es adonde quería llegar, sí que
digo toda, absolutamente toda la verdad. En los meses transcurridos desde el
abandono que acabo de contar he avanzado algo en el libro de cuentos largos (la
novela sigue siendo todavía una ensoñación más que un verdadero proyecto). Algo.
Pero no tanto como hubiese querido.
Por ello, y también porque olfateo el peligro de empezar a repetirme en
esta columna, pues a veces, cuando me pregunto qué diablos o demonios voy a
escribir para cumplir con mi compromiso semanal, pienso que lo mejor —o lo
menos malo— que podría escribir ya está escrito hace mucho, y sobre todo porque
no puedo sino rebelarme contra ese mal pensamiento diciéndome que lo mejor —o
lo menos malo— que pueda escribir aún no está escrito, por todo eso, en fin,
necesito dedicarme en cuerpo y alma (discúlpese el tópico, pero aunque sólo
seamos cuerpo me ha salido del alma) a ese maldito libro de cuentos largos que
tanto me está costando escribir.
Así pues, si el hasta la vuelta
de mi primera despedida encubría un hasta
nunca, el ¿hasta pronto? de ahora
no encubre nada. Puedo asegurar y aseguro que es completamente veraz. Puedo
asegurar y aseguro que expresa sinceramente ¿un deseo?