viernes, 18 de marzo de 2016

Adiós ¿hasta pronto?

Hace unos meses, el 24 de septiembre de 2015 para ser exacto, me despedí de un grupo —les hago el favor del adjetivo— literario (pero no me resisto a la tentación de las cursivas) al que pertenecí fugazmente. Y me despedí con estas palabras: “Aprovecho para despedirme de vosotros, al menos por una buena temporada. A mi edad (66 años y mucho pico) las energías ya no abundan, y necesito economizarlas y concentrarlas en un proyecto (un libro de cuentos largos y tal vez una novela) que a buen seguro precisará de todas ellas. Así pues, muchas gracias a todos por la atención que habéis prestado a mis textos y hasta la vuelta.
No mentía. Lo del proyecto era y sigue siendo cierto. Pero tampoco decía toda la verdad. Mi amigo Tonto el que lo escribe tiene una norma de conducta que siempre me ha parecido sabia y acertada. Se resume en esta máxima: “Prefiero no decir lo que pienso a decir lo que no pienso.”  Preferí, entonces, a pesar de Quevedo (“¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”), no manifestar (aunque ya lo había insinuado en ocasiones; bien con expresivos comentarios críticos, bien con los a veces mucho más expresivos silencios) el motivo principal de mi abandono del grupo: su mediocridad, cuando no indigencia, literaria.
Todo el mundo, por supuesto —y yo, como podría decir Fernando VII, el primero—, tiene derecho a marchar francamente por la senda de la mediocridad literaria. Pero lo que ya es más discutible es el derecho a regodearse con esa mediocridad —cuando no indigencia, repito—, a complacerse en ella, a convertir esos grupitos supuestamente literarios en un club de elogios mutuos, un club donde lees para que te lean, donde alabas para que te alaben, donde mientes para que te mientan.
Pero ahora, con esta despedida, y ahí es adonde quería llegar, sí que digo toda, absolutamente toda la verdad. En los meses transcurridos desde el abandono que acabo de contar he avanzado algo en el libro de cuentos largos (la novela sigue siendo todavía una ensoñación más que un verdadero proyecto). Algo. Pero no tanto como hubiese querido.
Por ello, y también porque olfateo el peligro de empezar a repetirme en esta columna, pues a veces, cuando me pregunto qué diablos o demonios voy a escribir para cumplir con mi compromiso semanal, pienso que lo mejor —o lo menos malo— que podría escribir ya está escrito hace mucho, y sobre todo porque no puedo sino rebelarme contra ese mal pensamiento diciéndome que lo mejor —o lo menos malo— que pueda escribir aún no está escrito, por todo eso, en fin, necesito dedicarme en cuerpo y alma (discúlpese el tópico, pero aunque sólo seamos cuerpo me ha salido del alma) a ese maldito libro de cuentos largos que tanto me está costando escribir.

Así pues, si el hasta la vuelta de mi primera despedida encubría un hasta nunca, el ¿hasta pronto? de ahora no encubre nada. Puedo asegurar y aseguro que es completamente veraz. Puedo asegurar y aseguro que expresa sinceramente ¿un deseo?

lunes, 14 de marzo de 2016

Atrapados en el tiempo

“¡Qué tiempos éstos en que / hablar sobre árboles es casi un crimen / porque supone callar sobre tantas alevosías!” Pues sí, mi querido Brecht, la verdad es que hace ya bastante tiempo que uno viene queriendo hablar de árboles, es decir, escribir ficción sin más, narración pura, relato estricto, pero las alevosías, por decirlo de algún modo, no le dejan a uno ver el bosque.
Y es que, mi no menos querido Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal. Como si el hombre, / harto ya de luchar con sus demonios, / decidiese encargarles el gobierno / y la administración de su pobreza.”
Hartos, sí; hastiados de que nuestra triste Historia sea como un recurrente día de la marmota, como una inmisericorde centrifugadora de alevosías que arroja y no cesa de arrojar al exilio —y tan exilio es el económico como el político— a tanto sufrido españolito que vienes al mundo te guarde Dios.
Y no será porque no hayamos tratado de luchar con los demonios. Pero es como si nunca hubiéramos sabido elegir el momento oportuno para hacerlo, como si una secreta maldición nos hiciera ir siempre a contracorriente de la Historia, nos hiciera siempre buscar la pleamar cuando el resto del mundo se movía en reflujo.
Ya ocurrió con el trienio liberal durante el funesto reinado del infame (pero, no se olvide, deseado: ¡Vivan las caenas!) Fernando VII. La Europa postnapoleónica, inmersa en plena contrarrevolución francesa, bien pronto nos envió a los Cien mil hijos de san Luis para inaugurar la conocida como década ominosa; es decir, para volver a poner las cosas en su sitio.
Aunque para contracorriente la de nuestra desdichada II República: Gran Depresión. Descrédito de las democracias. Auge de los fascismos. Y el padrecito Stalin congelando la revolución rusa en un interminable y gélido invierno, el padrecito Stalin repitiendo —y no precisamente como farsa, sino en edición corregida y aumentada— la tragedia de 1793.
Ya sabemos lo que vino después. Y después de después. Y después de después de después. Y lo que ahí al lado y en otros lados fueron Trente Glorieuses aquí fueron más de tres décadas nuevamente ominosas.
Muerto el perro, pareció que por una vez se acabaría la rabia; pareció que por una vez, a pesar de las dificultades derivadas de la primera crisis del petróleo, íbamos a ser capaces de nadar contracorriente. Y sí, eso pareció. Y siguió pareciendo.
Hasta que llegó la crisis y con ella dejó de parecerlo.
Habéis vivido por encima  de vuestras posibilidades, nos dijeron los que siempre han vivido y nunca dejarán de hacerlo por encima de las nuestras. Y vinieron tijeras y hachas y motosierras y reformas laborales. Y de nuevo, como en los años 60 del pasado siglo, más de dos millones de sufridos españolitos que venís al mundo os guarde Dios, jóvenes en su mayoría y ahora mucho más que sobradamente preparados, a buscarse la vida por ahí, aunque sea —como dijo un tal señor Feito— hasta en Laponia.
¿Culpa de los demonios? Por supuesto. Pero culpa también de los diablos. Porque si los demonios de la derecha han tenido la culpa de todo al menos desde los tiempos de Indíbil y Mandonio, tampoco los diablos de la izquierda se encuentran tan libres de pecado como para ir por ahí arrojando primeras piedras.
Que la II República acabó como acabó por culpa de los demonios, sí; pero los diablos hicieron bastante por ayudar. Y los lodos en que ahora nos revolcamos provienen de los polvos que como tempestuosos vientos sembraron aquellos demoníacos Gobiernos de los que un tal señor Rato fue el mejor ministro de Economía que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Sí, de allí provienen; pero también los diablos tuvieron algo que ver, aunque sólo fuese como Bautistas que prepararon el camino del Señor. Véase si no, y perdón por citar a un buen amigo, el siguiente enlace:
Llegados aquí me pregunto por lo que pueda haberme empujado a escribir estas deslavazadas reflexiones. Me contesto que indudablemente el empujón me lo ha dado la, por calificarla sin descalificar, surrealista situación política que estamos viviendo desde las pasadas elecciones generales del 20 de diciembre de 2015. Y seguidamente me pregunto si este mal hilvanado texto será de alguna utilidad para algo y para alguien.
Dudando entre ponerle punto final y publicarlo o enviarlo sin más a la papelera de reciclaje, me pregunto por la utilidad en general de la literatura y el arte. Y entonces me contesto que quién diablos o demonios soy yo no ya para contestar sino ni siquiera para hacer esa pregunta.
Porque tal vez sea necesario, y bien lejos estoy de ello, haberlo leído todo y además —como hizo Tolstói— haberlo escrito todo para llegar —con Tolstói— a la conclusión de que la literatura (¿tal vez como la vida?) no vale nada. Nada de nada. Absolutamente nada. Ni para nadie ni para nada.


viernes, 11 de marzo de 2016

¿Manzana o manzano?

Si no el único en la generación de estructuras fractales, el conjunto de Mandelbrot —tal vez porque este matemático fue el padrino de bautizo del término— sí que parece ser el más conocido, al menos para los legos en ciencias, entre los cuales (¡ay! sí, padre; con profundo dolor lo confieso) me cuento.
Un fractal es, grosso modo, una estructura geométrica cuyas características básicas se repiten a diferentes escalas. Con respecto al conjunto de Mandelbrot son muy interesantes las reflexiones de Roger Penrose en su obra La nueva mente del emperador (traducción de Javier García Sanz, Biblioteca Mondadori, 1991), cuando se pregunta (pp.131-132) sobre la realidad platónica de los conceptos matemáticos: “¿Hasta qué punto son «reales» los objetos del mundo del matemático?” (...) “El conjunto de Mandelbrot proporciona un ejemplo sorprendente. Su estructura maravillosamente elaborada no fue la invención de ninguna persona, ni el diseño de un equipo de matemáticos.” (...) “El conjunto de Mandelbrot no es una invención de la mente humana; fue un descubrimiento. Al igual que el Monte Everest ¡el conjunto de Mandelbrot está ahí!”
Muy interesantes, sí, las reflexiones de Roger Penrose, y en absoluto desatinadas, al menos en este caso, ya que fue nada más y nada menos que la Madre Naturaleza la inventora de las estructuras fractales.
Pues fractales y no otra cosa son, por ejemplo, las repeticiones ramificadas de sí mismas que encontramos en las formas de un árbol, desde las primeras divisiones del tronco hasta las últimas nervaduras de las hojas, o las no menos ramificadas repeticiones del sistema circulatorio (o del nervioso, o del linfático), desde la más gruesa de las arterias al más fino de los capilares.
Y para que —aunque sólo sea por una vez— la realidad no supere a la ficción ni la naturaleza al arte, propongo al lector que imagine un nuevo tipo de fractal: una mano de cuyos dedos broten nuevas manos a menor escala de cuyos dedos brotarán nuevas manos aún más diminutas de cuyos dedos..., etcétera, etcétera, etcétera; hasta que, finalmente, las últimas manos imaginables cierren los dedos asiendo unos sobres de impoluta blancura, unos sobres que, en negros caracteres de imprenta, llevarán escrito: Tres por ciento.
Imagine también el lector que la mano matriz es como un corazón que bombea sangre hasta los últimos capilares, y que las microscópicas manos recaudadoras son como raíces desde las que asciende la savia hasta la copa del árbol.
Y pregúntese, en fin, el lector si esta fábula habla de agusanadas manzanas individuales o si habla de un manzano podrido todo él desde la copa hasta las raíces, de un manzano todo él corrompido desde las raíces hasta la copa.


viernes, 4 de marzo de 2016

El que avisa no es traidor

Esta columna la escribe un tahúr del Misisipi. Esta columna es un as sacado de la manga (“Te la has sacado de la manga”, me acusará muy pronto, y con razón, el indignado lector). Esta columna, en fin, es una de esas columnas que se perpetran cuando no se sabe qué diablos o demonios escribir.
Hay ocasiones en que las ideas caen como llovidas o incluso granizadas del cielo. Y hay ocasiones, ¡ay!, en que la sequía nos deja secos (dedico este indignante retruécano al indignado lector).
El escritor profesional, el que publica, el que tiene asegurado un rinconcito periódico en los diarios o un rinconcito diario en los periódicos (y quien dice diarios y periódicos dice también revistas) siempre puede —o incluso debe— recurrir a los temas de actualidad. Pero el pobre aficionado, el que no publica, el que sólo dispone de un inseguro rinconcito clandestino visitado por poco más que cuatro amigos (no diré gatos, por respeto) y que a pesar de todo no renuncia a la aspiración de ser leído ni renuncia sobre todo al anhelo de posteridad, ¿cómo va a escribir sobre algo tan efímero como la actualidad, algo tan pasajero que desde que el papel desapareció en combate ya ni siquiera sirve, y eso hemos ganado en higiene, para envolver el pescado?
Una buena amiga y sin embargo excelente escritora (o al revés, que para el caso es lo mismo) me propone, habiendo conocido mi apuro, dedicar esta columna a no sé qué debate de investidura habido en estos —que pronto serán remotos— últimos días. ¿Para qué, me pregunto, si no tardará en confundirse en el tiempo y tal vez en el infierno con tantos otros debates tan estériles y surrealistas (el segundo adjetivo es de mi amiga) como ése?
Pienso en unas palabras de Borges, en la dedicatoria que en El hacedor hace (discúlpeme el indignado lector, pero ahora el retruécano ha sido sin querer) a Leopoldo Lugones: “...y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos...”
Mentiría si negara que, no como lluvia ni mucho menos como granizo sino como esas cuatro gotas mezcladas con barro que sólo sirven para ensuciar los coches recién salidos del lavadero, un par de ideas para esta columna no haya llegado a rondar por mi cabeza. Pero una de ellas, una reivindicación del punto y coma, me parecía demasiado frívola. Y la otra, una reflexión sobre la culpa que en su propia desaparición tiene la clase media europea, demasiado seria (además de merecedora de un más que amplio estudio, que excede de mis más que modestas posibilidades).
Veo llegar, esta vez como una ayuda, esta vez con alivio, al editor y sus tijeras. Al final, no sé si habré logrado indignar al lector. Y es que merecido castigo es para el escritor el quedar siempre muy por debajo de su nunca cumplida aspiración, muy lejos de su perpetuamente inalcanzable anhelo.


viernes, 26 de febrero de 2016

Crematorio

Acabo de leer la impresionante novela de Rafael Chirbes. No conozco la serie de televisión que se hizo a partir de esa obra, por lo que no voy a establecer comparaciones al respecto. Tan sólo diré que, sabiendo de la existencia de la serie, me esperaba otro tipo de novela; más televisiva que literaria, por así decirlo. Pero, no ya desde las primeras páginas, sino desde las primeras frases he podido intuir que iba a zambullirme, como así ha sido, en una obra literaria de las de verdad, una obra literaria de las verdaderamente grandes.
Más allá de la magistral utilización del punto de vista y del tiempo narrativo (las pocas horas que preceden a un funeral se expanden desde el pensamiento de cada uno de los personajes hasta abarcar más de medio siglo de nuestra Historia reciente, a la vez que, a modo de calidoscopio o de rompecabezas, cada uno de los personajes nos proporciona datos para ir construyendo, desde una visión poliédrica, el retrato vital de todos ellos), lo que verdaderamente me ha impresionado —lo que de verdad me ha llegado al alma, podría decir— es el contundente valor simbólico de la novela.
El muerto a cuya incineración van a asistir los demás personajes es un antiguo comunista ortodoxo —lo que no le impidió encargarse de la administración de la fortuna familiar— reciclado (nunca mejor dicho) en no menos ortodoxo agricultor ecologista. Su hermano mayor es un arquitecto que se hizo rico construyendo, aunque con un oscuro y delictivo origen —tráfico de drogas— de su, por decirlo de algún modo, acumulación primitiva de capital. Un amigo común de los dos hermanos es un escritor desengañado de su arte y condenado por un cáncer a una muerte cercana. Los tres, de un modo u otro, renunciaron a sus más o menos sinceros sueños de juventud. La hija (restauradora de arte) y el yerno (catedrático y crítico literario) del constructor ni siquiera han tenido sueños a los que renunciar pues, por lo que éste piensa de ellos, renunciaron desde primera hora a tenerlos. Todo es desolación, como el paisaje arrasado por las promociones inmobiliarias. El único atisbo de futuro es el hijo varón que, por fin, a sus setenta años, va a tener el constructor como fruto de su segundo matrimonio, contraído con una antigua camarera o chica de alterne mucho más joven que él.
Novela, pues, sobre el fin del mundo o, tal vez de manera más exacta, sobre lo que Francis Fukuyama denominó el fin de la Historia. Y eso es lo que le ha llegado al alma, más que a mí, a mi amigo Tonto el que lo escribe, que no hace mucho dijo:
“El mejor botón de muestra (perdón por el tópico) de la calaña, la catadura y el pelaje del ser humano es que el único (¡ay!) y quizás (¡ay!, ¡ay!) verdadero instrumento de progreso (?) que ha sido capaz de inventar es el capitalismo.”
¿Pesimismo o realismo? Es muy posible que los dos términos sean sinónimos. Me lo hace pensar esa expresión mezcla de lucidez y de amargura que he creído encontrar en muchas de las últimas fotografías de Rafael Chirbes, fallecido hace pocos meses. Y me lo vuelve a hacer pensar mi amigo Tonto el que lo escribe, que en su despedida el pasado 31 de diciembre de 2015 dijo esto:
“Antes de retirarse a sus cuarteles de invierno, antes de hacer mutis por el foro, antes, en fin, de pasar a mejor vida, el tonto que esto escribe querría —como esa última cena, ese último cigarrillo, esa última voluntad que se concede al condenado a la pena capital— dejar constancia de su opinión de que a estas alturas de la Historia Universal nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.”


viernes, 19 de febrero de 2016

Don Miguel

“Igual que hay un solo Dios, mi buen Sancho, verdadero don Miguel no hay más que uno. Y no es don Miguel Delibes. Ni don Miguel de Unamuno”. Esto escribió mi buen amigo Tonto el que lo escribe el pasado 31 de diciembre de 2015 —día de su despedida de todo un año de destilación de tonterías—, imaginando por un momento a don Quijote —el imperecedero personaje, la milagrosa criatura— no a lomos de Rocinante sino de una máquina del tiempo —¿transfiguración tal vez de Clavileño?— y cabalgando en ella hacia el futuro para, desde esa perspectiva, contemplar en toda su grandeza —y hacer a Sancho partícipe de ella— la gloriosa, que no triste, figura de su insigne autor, su inmarcesible creador.
Pero triste fue, en su tiempo, la figura del inventor de la novela moderna (léase, y con mayúsculas: de la novela; sin más). Triste; y no reconocida por sus contemporáneos. Recuérdese el menosprecio por parte de Lope de Vega. Y no se olvide que un erudito como Baltasar Gracián, en toda la intrincada selva de citas y menciones que constituye su obra, no se molestó nunca, nunca jamás —sólo encontraremos un par de alusiones de pasada, no precisamente elogiosas— en nombrar a Cervantes.
No se culpe a nadie, no obstante: “Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo.”  Si en obra ya tan tardía (1614) como Viaje del Parnaso el inmortal don Miguel, frustrado y fracasado autor teatral, pensaba eso de sí mismo, ¿cómo acusar de ceguera a sus contemporáneos?
Es muy posible que el verdadero valor de la obra que ha llevado a Cervantes a lo más alto del Olimpo, el Quijote, no fuera reconocido en su momento ni siquiera por su mismo autor. Parece ser que él mismo valoraba el Persiles por encima del Quijote; o tal vez confiaba en que aquella su última obra, por ajustarse a los cánones tradicionales, le proporcionaría un verdadero reconocimiento. Juzgue el lector actual. Si es que todavía queda alguno, aparte de quienes tengan que hacerlo por obligación académica —o por prurito moral de escritor, como mi no menos buen amigo El abajo firmante—, capaz de leerla.
Encuentro cierto paralelismo no exento de contraste con el caso de Mozart, que murió sin verse reconocido como lo que más apreciaba: autor de óperas. Hoy en día a Mozart se le reconoce todo: las óperas —al menos las mayores: las tres con Lorenzo da Ponte así como El rapto en el serrallo y La flauta mágica se encuentran a la cabeza de la producción operística de todos los tiempos— y el resto de su música.
A Cervantes le basta y le sobra con el Quijote. Su obra teatral, la poética, e incluso el resto de su obra novelística —Novelas ejemplares también— se encuentra, hay que reconocerlo, a una distancia de años luz de su obra suprema. Pero el Quijote está tan por encima del cielo...
Este tacaño país, que por recientes noticias de prensa está improvisando deprisa y corriendo la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de don Miguel (uno piensa en Inglaterra y en Shakespeare y le brota una lágrima), ¿llegará a tiempo al menos de otorgarle de una puñetera vez el Premio Cervantes?


viernes, 12 de febrero de 2016

Luz azul

Habla la luz azul al alba: “¡Alba, habla!”, dice. “¡Habla, alba!”, insiste. Y entonces el alba habla: “Otro orto”, te dice. Y su voz azulada te expulsa de esa frágil duermevela durante la que todavía sueñas o crees estar soñando todavía, esa huidiza duermevela en la que por un momento te parece incluso estar soñando que sueñas. Antes de rendir los ojos a la ascendente luz azul te aferras por un momento a la menguante penumbra de la alcoba, buscas refugio en ese agonizante rescoldo de un sueño donde todavía Adán nada plácidamente allí donde el río del Edén se parte en cuatro brazos mientras la serpiente se descuelga del árbol y tras saludar a Eva (“Ave, Eva”) le ofrece el fruto prohibido. “Allá va la valla”, exclamas por fin, apartando colcha y sábana de un manotazo. Te incorporas, te sientas en la cama, pones los pies en el suelo y cuando finalmente te haces el ánimo y te levantas te sientes pesado, muy pesado, como una especie de oso soso. “Acata o ataca”, “Ataca o acata”, te dices, pensando con toda la desolación de un Hamlet derrotado de antemano (“¿Qué es más noble para el espíritu?”) en el día que te espera; un día, y eso no es solamente lo malo sino también lo peor, tan pésimo como tantos otros. Empezando por el desayuno: “Sapos y sopas”, piensas; o “Sopas y sapos”, que para el caso es lo mismo. Siguiendo por todas esas largas horas repletas de minutos repletos de segundos todos y cada uno de ellos vacíos de sorpresas, todas esas interminables horas tan idénticas a las de ayer y, no te cabe duda, tan iguales a las de mañana y a las de pasado mañana y a las de la semana próxima y a las del mes siguiente y a las del año que viene y a las de así sucesivamente y a las de etcétera, etcétera, etcétera, hasta que las tijeras de Átropo corten el hilo de una puta vez y el reloj se pare para siempre. Y terminando, tampoco te cabe duda, por esa crepuscular happy hour en la que ahogarás tus penas bebiendo como un cosaco mirando hacia el ocaso. “Ocaso cosaco”, murmuras. Y una absurda asociación de ideas te hace pensar: “Ruso sur”. Y proseguir con una sarta de disparates: “Amor a Roma”, “Odio ese oído”, “Así se sisa”, “Luto o tul”.
¿De qué va esto? No entiendo nada.
Recuerda a Borges: “En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?

Habla la luz azul al alba: “¡Habla, alba!”, dice. “¡Alba, habla!”, insiste. Y entonces el alba habla. Y te dice: “Luz azul”.